Veinte años no es nada, decía el tango, pero la poesía es un reflejo muy polarizado de la realidad, sobre todo teniendo en cuenta que veinte años es el periodo que el Consejo de la UE ha ampliado los derechos sobre las grabaciones fonográficas. En otras palabras y en principio, se acabaron las montañas de reediciones baratas de música originalmente publicada antes de, a día de hoy, 1961. Todo el rock'n'roll clásico —incluido el primer Elvis— volverá a requerir el permiso de los dueños de los másters originales, así como el mejor Sinatra —el del sello Capitol— y todo lo grabado a partir de 1941. Por poner un ejemplo, toda la carrera de Charlie Parker como líder, desde hace años en el dominio público, vuelve a manos de sus propietarios legales.
Eso, en teoría. En la práctica, cualquiera con una conexion a internet puede escuchar prácticamente lo que le apetezca, y gratis. La fidelidad del sonido ha dejado de ser una consideración —vivimos la primera época en la que el estándar dominante, MP3, es peor que el anterior, CD— y entre Spotify, YouTube, los intercambios de ficheros de audio, los blogs que ofrecen descargas, etc., el problema hoy en día, como hemos comentado en alguna ocasión, no es conseguir la música, sino el tiempo para escucharla de forma que nos aproveche mínimamente.
Se supone que esta ampliación servirá para proteger a los músicos. En principio, a quien protege, es a los propietarios de los másters, con quienes los músicos tienen algún tipo contrato de explotación de esos másters, por el que se llevarían un porcentaje exiguo de las ventas (precisamente este porcentaje era uno de los conflictos, ya resuelto, de João Gilberto con EMI). En otras palabras, habrá músicos que se beneficien mucho, pero la mayoría, teniendo en cuenta que hay muchas que no se reeditan de ninguna manera, apenas lo notarán.
Por otra parte, es bastante evidente que las discográficas aplican un principio de rentabilidad ante este problema. La reproducción ilícita de todos sus materiales no se persigue por igual. Obviamente, sólo interesa perseguir la piratería que puede causarles una pérdida importante de ingresos, y quizás también la de músicos muy prominentes ante la cual la inacción sería señal de poca dureza y acaso una invitación al robo. En otras palabras, por seguir con el ejemplo de EMI, no es lo mismo piratear a los Beatles que a Hank Mobley.
Como saben, este blog se escribe desde Londres. Aquí quedan pocas tiendas de discos, y en las que quedan, la cantidad de sellos británicos dedicados exclusivamente a la reedición de música de los años cincuenta de cualquier género —gracias a la antigua norma europea— es, simplemente, apabullante. Por supuesto lo que más abunda es el material más familiar (Elvis, Louis Armstrong, Johnny Cash...), pero también hay gente dedicada a publicar en condiciones aceptables material que sería prácticamente inconseguible. En este aspecto el mercado funciona y, mientras que de lo popular, por repetido y común, se pueden encontrar discos triples a tres libras, las selecciones menos habituales mantienen un precio equiparable a lo que cobran las majors (Universal, Sony, WEA y EMI) por un cedé. En lo que respecta al jazz, un sello que debería quedar algo más protegido que hasta ahora es Candid. La parte clásica de su archivo, las grabaciones de Mingus, Cecil Taylor, etc. producidas por Nat Hentoff saldrán del dominio público por unos años.
El de Candid es un buen ejemplo de que la ley, en la práctica, no es igual para todos. Si alguno de los sellos fantasma que operan, presuntamente, desde Andorra (la presunta familia Definitive-LoneHill-Solar-etc.) decide seguir reeditando el material de Candid, es casi seguro que a esta minúscula compañía no le compense embarcarse en litigios y pierda ingresos en cualquier caso.
El de “Andorra” es otro caso interesante, porque, a pesar de que la impresión general sea otra, el plazo para el paso de las grabaciones fonográficas al dominio público es exactamente el mismo que el de la Unión Europea hasta ahora: cincuenta años. (Otra historia es que domiciliar una empresa en el Principado dificulte una inspección fiscal o un trámite legal, que tampoco lo sé). Lo más probable es que, en este aspecto, las cosas sigan como hasta ahora.
La pregunta, entonces, es ¿y ahora qué? El hecho de que hoy en día queden sólo cuatro majors se debe a una serie de adquisiciones y fusiones de empresas que se traducen en unos archivos fonográficos ingentes, llenos, en proporciones variables y discutibles, de obras de arte y de bazofia o, siguiendo una escala algo distinta, activos rentables o no rentables. En enero, Universal, la major más major, donó sus fondos de grabaciones (registradas entre finales de los veinte y finales de los cuarenta) a la Biblioteca del Congreso de EE. UU., en virtud de un acuerdo por el cual la institución pública preservará los materiales y los digitalizará, permitiendo su acceso a visitantes y estudiosos, mientras que la discográfica mantendrá los derechos de explotación sobre los másters.
Sea por la crisis general que están atravesando las discográficas, sea por la presión de la recién defenestrada norma de los cincuenta años, lo cierto es que las majors no han demostrado saber muy bien qué hacer con sus tesoros. Mientras que pequeños sellos de “delicatessen” como Mosaic, Bear Family o Ace, tienen una política de precios ajustada al coste de sus productos (bien presentados, con más o menos lujo, intachables desde el punto de vista jurídico y con un servicio al cliente atento y generoso), las majors han dado muestras de cierta desorientación con respecto a sus tesoros. Lo mismo se encuentra uno estuches, como los de Hip-O Select (división de Universal), presentados con un lujo excesivo y un precio absurdo para grabaciones que, al fin y al cabo, hasta ahora eran de dominio público en este continente, o cajas a precios absurdamente bajos (como las de la serie “Original Masters” de SonyBMG) con material inédito o difícil de obtener en buenas condiciones sonoras.
Sigo derivando hacia el jazz, cuando sé de sobra que es un sector residual del gran mercado. Esta medida coincide exactamente en el tiempo con el muy próximo cincuentenario del “Love Me Do” de los Beatles. Dada la apurada situación de la correspondiente discográfica, EMI, esto es poco más que un clavo ardiendo, y aun así, hay músicos descontentos con la medida de la UE. Aunque el copyright se equipara al aplicado en EE. UU., allí la legislación contempla la posibilidad de que los músicos puedan asumir la propiedad de los másters 35 años después de la grabación. Aquí eso no se contempla, y los músicos pueden seguir sujetos a contratos abusivos firmados en otra vida.
Para quienes ni estamos en la industria, ni somos músicos, a falta de saber si la medida va a tener efectos retroactivos (¿se parará la fabricación de discos hasta ahora legales? ¿Se mandará la destrucción de los que ya existían?), una de las consecuencias que puede tener esta medida, a tenor de lo que sucede en EE. UU., es que perdamos acceso a grabaciones que no caigan dentro de ese mínimo que se reedita una y otra vez. Se harán imposibles aventuras como los sellos franceses Chronogical [sic] Classics o Masters of Jazz, a quienes debemos la escucha de música de difícil acceso, y habrá que preguntarse qué ocurrirá con catálogos como los de Frémeaux o Fresh Sound, dependientes de la extinta norma europea. Esperemos que el modelo de Ace y Bear Family se vea indemne.
Existe una posibilidad real de que esta medida no beneficie o incluso perjudique a músicos y público, y solamente sirva para dar un breve respiro a una industria a la que no le queda más remedio que redimensionarse. Esperemos que por tratar de ayudar al negocio no se deteriore demasiado la cultura.
Eso, en teoría. En la práctica, cualquiera con una conexion a internet puede escuchar prácticamente lo que le apetezca, y gratis. La fidelidad del sonido ha dejado de ser una consideración —vivimos la primera época en la que el estándar dominante, MP3, es peor que el anterior, CD— y entre Spotify, YouTube, los intercambios de ficheros de audio, los blogs que ofrecen descargas, etc., el problema hoy en día, como hemos comentado en alguna ocasión, no es conseguir la música, sino el tiempo para escucharla de forma que nos aproveche mínimamente.
Se supone que esta ampliación servirá para proteger a los músicos. En principio, a quien protege, es a los propietarios de los másters, con quienes los músicos tienen algún tipo contrato de explotación de esos másters, por el que se llevarían un porcentaje exiguo de las ventas (precisamente este porcentaje era uno de los conflictos, ya resuelto, de João Gilberto con EMI). En otras palabras, habrá músicos que se beneficien mucho, pero la mayoría, teniendo en cuenta que hay muchas que no se reeditan de ninguna manera, apenas lo notarán.
Por otra parte, es bastante evidente que las discográficas aplican un principio de rentabilidad ante este problema. La reproducción ilícita de todos sus materiales no se persigue por igual. Obviamente, sólo interesa perseguir la piratería que puede causarles una pérdida importante de ingresos, y quizás también la de músicos muy prominentes ante la cual la inacción sería señal de poca dureza y acaso una invitación al robo. En otras palabras, por seguir con el ejemplo de EMI, no es lo mismo piratear a los Beatles que a Hank Mobley.
Como saben, este blog se escribe desde Londres. Aquí quedan pocas tiendas de discos, y en las que quedan, la cantidad de sellos británicos dedicados exclusivamente a la reedición de música de los años cincuenta de cualquier género —gracias a la antigua norma europea— es, simplemente, apabullante. Por supuesto lo que más abunda es el material más familiar (Elvis, Louis Armstrong, Johnny Cash...), pero también hay gente dedicada a publicar en condiciones aceptables material que sería prácticamente inconseguible. En este aspecto el mercado funciona y, mientras que de lo popular, por repetido y común, se pueden encontrar discos triples a tres libras, las selecciones menos habituales mantienen un precio equiparable a lo que cobran las majors (Universal, Sony, WEA y EMI) por un cedé. En lo que respecta al jazz, un sello que debería quedar algo más protegido que hasta ahora es Candid. La parte clásica de su archivo, las grabaciones de Mingus, Cecil Taylor, etc. producidas por Nat Hentoff saldrán del dominio público por unos años.
El de Candid es un buen ejemplo de que la ley, en la práctica, no es igual para todos. Si alguno de los sellos fantasma que operan, presuntamente, desde Andorra (la presunta familia Definitive-LoneHill-Solar-etc.) decide seguir reeditando el material de Candid, es casi seguro que a esta minúscula compañía no le compense embarcarse en litigios y pierda ingresos en cualquier caso.
El de “Andorra” es otro caso interesante, porque, a pesar de que la impresión general sea otra, el plazo para el paso de las grabaciones fonográficas al dominio público es exactamente el mismo que el de la Unión Europea hasta ahora: cincuenta años. (Otra historia es que domiciliar una empresa en el Principado dificulte una inspección fiscal o un trámite legal, que tampoco lo sé). Lo más probable es que, en este aspecto, las cosas sigan como hasta ahora.
La pregunta, entonces, es ¿y ahora qué? El hecho de que hoy en día queden sólo cuatro majors se debe a una serie de adquisiciones y fusiones de empresas que se traducen en unos archivos fonográficos ingentes, llenos, en proporciones variables y discutibles, de obras de arte y de bazofia o, siguiendo una escala algo distinta, activos rentables o no rentables. En enero, Universal, la major más major, donó sus fondos de grabaciones (registradas entre finales de los veinte y finales de los cuarenta) a la Biblioteca del Congreso de EE. UU., en virtud de un acuerdo por el cual la institución pública preservará los materiales y los digitalizará, permitiendo su acceso a visitantes y estudiosos, mientras que la discográfica mantendrá los derechos de explotación sobre los másters.
Sea por la crisis general que están atravesando las discográficas, sea por la presión de la recién defenestrada norma de los cincuenta años, lo cierto es que las majors no han demostrado saber muy bien qué hacer con sus tesoros. Mientras que pequeños sellos de “delicatessen” como Mosaic, Bear Family o Ace, tienen una política de precios ajustada al coste de sus productos (bien presentados, con más o menos lujo, intachables desde el punto de vista jurídico y con un servicio al cliente atento y generoso), las majors han dado muestras de cierta desorientación con respecto a sus tesoros. Lo mismo se encuentra uno estuches, como los de Hip-O Select (división de Universal), presentados con un lujo excesivo y un precio absurdo para grabaciones que, al fin y al cabo, hasta ahora eran de dominio público en este continente, o cajas a precios absurdamente bajos (como las de la serie “Original Masters” de SonyBMG) con material inédito o difícil de obtener en buenas condiciones sonoras.
Sigo derivando hacia el jazz, cuando sé de sobra que es un sector residual del gran mercado. Esta medida coincide exactamente en el tiempo con el muy próximo cincuentenario del “Love Me Do” de los Beatles. Dada la apurada situación de la correspondiente discográfica, EMI, esto es poco más que un clavo ardiendo, y aun así, hay músicos descontentos con la medida de la UE. Aunque el copyright se equipara al aplicado en EE. UU., allí la legislación contempla la posibilidad de que los músicos puedan asumir la propiedad de los másters 35 años después de la grabación. Aquí eso no se contempla, y los músicos pueden seguir sujetos a contratos abusivos firmados en otra vida.
Para quienes ni estamos en la industria, ni somos músicos, a falta de saber si la medida va a tener efectos retroactivos (¿se parará la fabricación de discos hasta ahora legales? ¿Se mandará la destrucción de los que ya existían?), una de las consecuencias que puede tener esta medida, a tenor de lo que sucede en EE. UU., es que perdamos acceso a grabaciones que no caigan dentro de ese mínimo que se reedita una y otra vez. Se harán imposibles aventuras como los sellos franceses Chronogical [sic] Classics o Masters of Jazz, a quienes debemos la escucha de música de difícil acceso, y habrá que preguntarse qué ocurrirá con catálogos como los de Frémeaux o Fresh Sound, dependientes de la extinta norma europea. Esperemos que el modelo de Ace y Bear Family se vea indemne.
Existe una posibilidad real de que esta medida no beneficie o incluso perjudique a músicos y público, y solamente sirva para dar un breve respiro a una industria a la que no le queda más remedio que redimensionarse. Esperemos que por tratar de ayudar al negocio no se deteriore demasiado la cultura.
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