En el verano de 1992, mientras España empezaba a creerse lo que no éramos, yo pasaba hambre en las calles de Londres. No es que me faltase dinero. Tampoco me sobraba, pero prefería gastármelo en discos. Sólo en Oxford Street había dos HMV y dos Virgin, cuatro tiendas de discos de más de dos plantas cada una en algo menos de dos kilómetros de calle. Añádase Tower Records y otro HMV en Piccadilly Circus. Y después, de las especializadas estaba Ray's, entonces aún en Shaftesbury Avenue, con el jazz al nivel de la calle y el blues en el sótano. En las cuatro semanas que pasé de aquel agosto en la ciudad hice turismo, pero con los ojos puestos en las atracciones iba haciendo cuentas de qué me iba a llevar de vuelta, dónde lo había visto y por cuánto. No lo cuento con orgullo. Más bien como quien habla a otros adictos.
Viniendo de un pueblo pequeño y sin haber pasado realmente por Madrid o Barcelona, lo de Londres era el valhalla, la cueva de Alí Babá, la cornucopia. Un paraíso del que me llevé discos que me han marcado para siempre. Un doble de temas en directo de Charlie Christian; la primera versión del concierto de Benny Goodman en el Carnegie Hall; la edición de la italiana Giants of Jazz del concierto de Stan Getz y Jimmy Raney en el Storyville; las grabaciones completas de T-Bone Walker para Imperial. Y otros que la memoria ha dejado en el camino. Cosas que sabía que existían. Cosas que no sabía que existían.