Dedicarse a la(s) música(s) que llamamos jazz no es un cometido fácil, ni desde un punto de vista artístico, ni como forma de ganarse la vida. Los motivos que pueden llevar a optar por ese camino escapan a la lógica. El arte es un asunto arriesgado y no bastan la longevidad y la obstinación más férrea para garantizar el reconocimiento popular o la subsistencia económica. Incluso con esos factores a favor, la suerte y la coincidencia pueden crear o destruir carreras. Aun así, hay personas que trabajan sin cesar para trasladar al mundo real lo que agita sus espíritus, y si hay alguien que, en el campo de la música, ha elevado su arte a unos niveles abrumadores de virtuosismo técnico, con el trabajo que ello conlleva, nadando contra la indiferencia o la desaprobación, a veces violenta, ese es Cecil Taylor, que hoy cumple 85 años.
Años antes de que Ornette grabase un disco, antes de John Coltrane se adentrara decidido en lo desconocido, Taylor estaba abriéndose paso a martillazos en la escena neoyorquina. Nunca llegó a lograrlo del todo, aunque fuera el primer músico de jazz que actuó en el Five Spot Café y el que, de alguna forma, metió a ese establecimiento en la historia de esta música. Taylor no sólo estaba al tanto del jazz y sus tradiciones, sino que reclamaba la influencia de Duke Ellington en su enfoque de la forma y la composición. Como pianista virtuoso, sorprendían su claridad de ideas con respecto al valor de la técnica y el papel que ésta desempeña al referirse en términos elogiosos a colegas como Thelonious Monk y Horace Silver, dos ejemplos claros de técnicas instrumentales que son consecuencia de la música que ejecutan, y no al revés. En todo caso, su entrada en escena no debió de ser muy distinta a la de
Henry Cowell en el mundo “clásico”, treinta o cuarenta años antes.