17/07/2013

Los colores del Blues: negro, blanco… ¿y rojo? (II)

Seguimos con el extracto del capítulo "Hey, Hey", de The Guitar and the New World de Joe Gioia. En el de ayer el autor señalaba los dos relatos de principios del siglo XX que originan la historiografía del blues, el de Charles Peabody y el de W. C. Handy, y cómo de ahí se han vinculado sus orígenes con la esclavitud o, más allá aun, con África, sin que haya forma de demostrarlo.

Gracias, una vez más, a Joe Gioia y a la editorial por dar su permiso para traducir este texto y publicarlo aquí. La versión en inglés está aquí, y se puede leer entera en el sitio de UTNE Reader.

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Si la música sonaba, como dijo Handy, “familiar a lo largo y ancho del Sur”, cabe la posibilidad de que su origen se remonte a mucho antes del final del siglo XIX, a una época en la que el Delta aún era dominio de los indios, las panteras y los osos. Históricamente, la ubicuidad de esta música se ha atribuido a los músicos itinerantes que viajaban por el Sur rural, tocando para públicos tanto blancos como negros, desde el decenio de 1840 hasta la Gran Depresión [iniciada a finales de 1929]. El aumento de las conexiones ferroviarias en ese mismo periodo, en el que los kilómetros de vía aumentaron en más del doble entre 1880 y 1890, también se considera una influencia.

Aun así, hay que cuidarse de no confundir catalizador con causa. Si bien la mejora de las conexiones entre comunidades hasta entonces aisladas contribuyó indudablemente a la evolución de estilos musicales, esto no explica por qué Handy percibió esta música como familiar y extraña al mismo tiempo.

Para 1925, como relata Elijah Wald en su recomendable Escaping the Delta, el blues ya se había convertido en la música pop del momento a nivel nacional, tras haberse abierto camino años antes como un estilo de canción inquietante interpretado por cantantes femeninas comúnmente, aunque no siempre, negras, grandes estrellas como Mamie Smith, Ma Rainey, Alberta Hunter, Sophie Tucker y Bessie Smith. Si considerásemos a Scott Fitzgerald una autoridad en la materia, el blues habría logrado reflejar el ánimo general de tristeza y deriva entre los jóvenes de EE UU a raíz de la Primera Guerra Mundial. El éxito de los discos de blues alentó a las compañías de discos a buscar material similar de una serie de artistas.

Con la llegada del micrófono eléctrico en 1925, el viejo estilo de canto, basto y nasal, útil en una época en la que los cantantes tenían que hacerse oír en locales ruidosos, dio paso a efectos vocales más sutiles, incluidas frases apenas susurradas, comentarios hablados y pasajes en falsete. En su libro Deep Blues, el autor, Robert Palmer, señala concretamente que el canto en falsete es un efecto africano. El canto bantú, escribió, “incluye saltos repentinos a la tesitura del falsete, lo cual parece proceder de los pigmeos, habitantes originales de la zona”.

Al plantear la idea de una influencia geográfica indígena sobre un estilo musical, Palmer no se para a considerar qué relación podría haber existido entre los peones de Peabody, con los que empieza su relato en Deep Blues, y los pobladores originales del condado de Coahoma. Tampoco menciona que el canto en falsete es un rasgo típico de la música de los nativos de EE UU, en la que representa las voces de los espíritus.

Uno percibe en el texto de Palmer algo que el autor no llega a definir. Véase, por ejemplo, su descripción de Muddy Waters, alias de McKinley Morganfield, con respecto a su primera sesión de grabación, en una cabaña de Stovall, en 1940, para el folclorista Alan Lomax: “Muddy era un vigoroso joven de 26 años”, escribe Palmer, “de prominentes pómulos y mirada fría y reservada, rasgos que le conferían cierto de aire de oriental inescrutable”.

La cuestión de los habitantes originales, o indígenas, de Norteamérica apenas se plantea en las historias populares de la música de EE UU. Por el contrario, se suele asumir que la tierra habitada por los inmigrantes europeos y sus esclavos habría estado, en general, despoblada de personas y de canciones. África y las Islas Británicas se consideran las únicas fuentes posibles de la música que evolucionó desde ese lugar y ese momento. La posibilidad de que las tradiciones musicales de los pueblos indígenas ocupen un lugar fundamental en la armonía de Estados Unidos nunca ha llegado a articularse, y apenas se ha examinado en profundidad.

Esto resulta llamativo, no sólo porque hay muchos músicos —blancos, negros y de tonos intermedios— con pronunciadas raíces en los pueblos nativos de EE UU, sino también por la detallada información histórica sobre los asentamientos en el subcontinente norteamericano. Las reacciones del Profesor Peabody ante las canciones de los peones —que describió como “monótonas” y “raras”— son prácticamente idénticas a la descripción que dieron los europeos de la música de los indios de EE UU. El hecho de que Peabody pudiera estar bien encaminado cuando dijo que la música le sonaba asiática resulta, para muchos, contrario a la pura intuición.

Entre 1600 y 1840, tres culturas —la nativa de EE UU, la africana y la europea— con sus respectivas tradiciones corales muy evolucionadas, entraron en contacto, en guerra o en paz, por elección propia u obligadas, en los antiguos o en los nuevos asentamientos del vasto interior de EE UU al este del Mississippi. Asumir que solamente una de esas culturas predominó en la evolución de la música, y que ninguna de las otras dos influyó en absoluto, no sólo atenta contra la lógica, sino contra cualquier conocimiento de cómo funcionan los músicos en la práctica.

Téngase en cuenta también hasta qué punto habría estado conectada la tradición indígena con su paisaje. Si prevalecía un estilo musical, probablemente sería el que reflejase la extrañeza ante el nuevo territorio de los recién llegados libremente o a la fuerza, un estilo que reflejase la desesperanza, el “blues”, de quienes veían morir su antiguo modo de vida.

La versión aceptada de la historia dice que el origen del blues es africano, y que toda nota blue presente en los antiguos discos de country –y hay muchos giros agudos y solitarios en esos discos– proceden de los músicos negros a los que habrían escuchado los músicos blancos.

Pero hay algo en esta historia comúnmente aceptada que no encaja. Tras casi medio siglo de investigación exhaustiva y, a partir del decenio de los sesenta, una ola de libros al respecto, no se han logrado documentar los antecedentes del blues en África. Aunque los orígenes de ciertas tradiciones musicales, junto con el banjo, pueden rastrearse hasta aquel continente, nadie ha demostrado que los ritmos regulares, los intervalos tonales, las técnicas vocales y los relatos personales, ese déjame-que-te-cuente-cómo-me-van-las-cosas, todos ellos elementos fundamentales del blues, tengan un origen africano. Autores contemporáneos como Bruce Cook, Francis Davis, Elijah Wald y Marybeth Hamilton, han defendido durante más de una década que es imposible determinar empíricamente el origen del blues, que incluso la idea de que es una forma musical diferenciada es una ficción social y nostálgica creada por coleccionistas de discos y folcloristas.

En los años veinte y treinta del siglo pasado músicos rurales, blancos y negros, grabaron cientos de canciones de blues a lo largo y ancho del Sur, la punta de una historia sonora que se remonta al pasado acústico, la música de las iglesias, de los salones de baile, las campañas políticas, la vida social de los vecindarios, los espectáculos ambulantes de los minstrels y las ventas de remedios medicinales.

Dada la ubicuidad de la música en todo el Sur, y la flexibilidad de esta forma, podríamos considerar la posibilidad de que, en vez de haberse transmitido de negros a blancos, ambos grupos la hubieran absorbido en común, y que lo que hoy llamamos “blues” y música “country” no sean más que ramas divergentes de una raíz única, una raíz indígena de Norteamérica.

El blues —la forma de canción popular en el siglo XX— tiene su primer origen en el “blues”, un tipo de sentimiento musical. Las notas levemente bemoles —por debajo de la afinación—, los saltos vocales, esos sonidos agudos y solitarios, cantados a veces como un silbido, otras como un “yodel”, se oyeron en Texas y Oklahoma, en Virginia y Tennessee. Esos sonidos variaban, obviamente, de región a región dependiendo de lo que quisiera oír cada público, aunque no tanto como para que resultasen irreconocibles.

Se produjo, de hecho, algo de sorpresa cuando los registros fonográficos permitieron que el público de un extremo del Sur escuchase la música del extremo opuesto. La población negra de Arkansas pudo disfrutar la música de estrellas del country como Jimmie Rodgers y Uncle Dave Macon. Un músico de las montañas, Roscoe Holcomb, recordaba años después la primera vez que escuchó un disco de blues de Blind Lemon Jefferson, un hombre negro de Texas, y como sintió que algo se liberaba en su interior.

En 1929, unos músicos de la tribu de los Creek de Oklahoma, la Big Chief Henry’s Indian String Band, grabó un curioso disco titulado “Indian Tom Tom”, un vivo tema de apenas dos minutos y medio con un saltarín cántico nativo de EE UU sobre un fondo de violín y guitarra swing. Lo interesante de esta canción no es la amalgama de dos estilos presuntamente inconexos, sino la facilidad con que la forma más antigua se acopla a la nueva.

Por tanto, cabe la posibilidad de que algo no encaje en nuestra historia. La historia oculta de la música de EE UU está esparcida, como los restos de dinosaurios en el desierto de Gobi, a la vista, a lo largo y ancho de un paisaje de viejos discos de 78 RPM. Y si esos huesos han pasado desapercibidos, es porque se ha decidido que así debía ser.

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Big Chief Henry's Indian String Band - “Indian Tom Tom”
Grabado en Dallas, Texas, el 14 de octubre de 1929
(diez días antes del hundimiento de la Bolsa de Nueva York)


Extracto publicado y traducido de The Guitar and the New World: A Fugitive History de Joe Gioia (State University of New York Press ©2013, Universidad Estatal de Nueva York). Reservados todos los derechos.

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