Con el texto de hoy termina el extracto publicado en su día en Internet por UTNE Reader, de The Guitar and the New World, el nuevo libro de Joe Gioia. Una vez más nuestro agradecimiento va para el autor y la editorial, SUNY Press. Si han gustado las dos partes anteriores (la primera y la segunda), el resto del capítulo “Hey-Hey” elabora y profundiza sobre las cuestiones que ha planteado hasta el momento. En otras palabras, hay bastante más miga.
Como ha ocurrido con los libros que citaba Gioia en la segunda parte (especialmente el de Hamilton), puede que a algunos lectores se les atragante su visión tan demoledora del pasado del blues, género del que se habla, por ejemplo, de pactos con el diablo sin pestañear. Como parece que está ocurriendo con los autores clásicos como Oliver o Charters, puede que con el tiempo haya que corregir lo que cuenta Gioia. No obstante, el descuido con el que se ha tratado a los nativos de Norteamérica con respecto a la música del subcontinente es tan abrumador, que la verdadera importancia del texto de Gioia no son tanto las respuestas que ofrece, algunas aparentemente muy razonables, sino las preguntas que plantea; no lo que ha encontrado, sino el hecho de haber enfocado su linterna en otra dirección, inexplicablemente virgen.
En el "peor" de los casos, el libro puede considerarse una guía personal del autor sobre la música norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Aunque sin el texto a mano algún tema parecerá fuera de lugar, prácticamente todas las canciones que se citan están, por orden de aparición, en esta lista de Spotify (los enlaces del texto llevan a YouTube).
Ahora sí, después de haber postulado que hay razones de peso para considerar seriamente el papel de los indios de Estados Unidos en el origen del blues y otras músicas típicas de ese país, se adentra por ese sendero, en el que empieza a encontrar indicios...
Como ha ocurrido con los libros que citaba Gioia en la segunda parte (especialmente el de Hamilton), puede que a algunos lectores se les atragante su visión tan demoledora del pasado del blues, género del que se habla, por ejemplo, de pactos con el diablo sin pestañear. Como parece que está ocurriendo con los autores clásicos como Oliver o Charters, puede que con el tiempo haya que corregir lo que cuenta Gioia. No obstante, el descuido con el que se ha tratado a los nativos de Norteamérica con respecto a la música del subcontinente es tan abrumador, que la verdadera importancia del texto de Gioia no son tanto las respuestas que ofrece, algunas aparentemente muy razonables, sino las preguntas que plantea; no lo que ha encontrado, sino el hecho de haber enfocado su linterna en otra dirección, inexplicablemente virgen.
En el "peor" de los casos, el libro puede considerarse una guía personal del autor sobre la música norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Aunque sin el texto a mano algún tema parecerá fuera de lugar, prácticamente todas las canciones que se citan están, por orden de aparición, en esta lista de Spotify (los enlaces del texto llevan a YouTube).
Ahora sí, después de haber postulado que hay razones de peso para considerar seriamente el papel de los indios de Estados Unidos en el origen del blues y otras músicas típicas de ese país, se adentra por ese sendero, en el que empieza a encontrar indicios...
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Durante 250 años, cuando el Lejano Oeste aún empezaba al Este del Mississippi, tres culturas chocaron y se combinaron en el gran interior de EE UU. Pudiera no ser casualidad que lo que hoy se considera cuna de la música country —Tennessee oriental, el oeste de Virginia y Carolina del Norte, la parte norte de Georgia y Alabama— abarque exactamente la tierra ocupada por la nación Cherokee hacia el final de la Revolución de Estados Unidos.
La historia, por supuesto, dice que los Cherokee fueron expulsados, rodeados por el ejército y transportados al territorio de Oklahoma, un distrito asignado por el gobierno federal al principio de la década de 1830 como hogar definitivo de las naciones nativas del Este y el medio Oeste. El Sur fue desalojado de sus habitantes indígenas en una década. El éxodo Cherokee, en 1839, fue el último y a la vez uno de los más duros, tanto que hoy se lo conoce como El Rastro de Lágrimas.
Aun así, sucede que la historia se deja muchas cosas fuera. Las gentes del sur estaban interesadas principalmente en las tierras ribereñas para plantar algodón. Los Cherokee establecidos en las oquedades de las cimas de Virgina y Carolina del Norte, unos dos mil según un cálculo aproximado, se quedaron donde estaban, bien pasando por blancos, bien protegidos por los vecinos y familiares blancos que tuvieran.
Cabe señalar también que la denominación del legendario Delta del Mississippi es incorrecta. En realidad se trata de la vasta llanura aluvial del río Yazoo, que se une al Mississippi entre las elevaciones de Memphis y Vicksburg, 320 km río abajo. Casi todo el delta del Yazoo era pantanoso hasta el decenio de 1880. Para entonces, las tierras dedicadas al algodón en la antigua Confederación se habían agotado por la sobreexplotación y las plagas del picudo de algodonero [boll weevil en inglés]. Un grupo de propietarios de plantaciones empezó a drenar y limpiar los pantanos del Yazoo con peonadas de trabajadores negros. Esta labor fue revelando una inmensa llanura de tierra negra e inmensamente fértil de la que brotaron increíbles cosechas de algodón.
Buena parte de esta tierra seguía siendo salvaje bien entrado el siglo XX. “Aun ahora”, dice un relato de 1907, “no es raro toparse con ciervos, osos, panteras, lobos y serpientes mortales”. De hecho, se trataba del último terreno virgen al Este del Mississippi.
Los bosques que aún cubren una gran área del Delta están compuestos de diversas especies de árboles: plátano, fresno, olmo, almez, pacana y, más notablemente, ciprés, tupelo del pantano, eucalipto, tupelo negro y acebo. Los ejemplares de roble, del que existen muchas especies, están decorados con racimos de muérdago; las vides cuelgan en miles de lianas y enredaderas, parras vírgenes y otras plantas trepadoras ascienden hasta lo más alto de los más altos árboles, y las palmeras le otorgan cierto aspecto tropical a los bosques.
Las cornisas de tierra formadas gracias a la regularidad de las inundaciones han creado barreras naturales sobre las cuales los habitantes originales alzaron sus construcciones. Estas elevaciones servían de refugio ante las inundaciones, y acogieron viviendas y cementerios de las sucesivas oleadas de nativos, y eran el hogar de las tribus de los Natchez, los Choctaw y otros, cuando llegaron los europeos a principios del siglo XVI. Los españoles apenas estorbaron a los indios, pero hacia 1730 los franceses desalojaron a los Natchez, con ayuda de los Choctaw, quienes a su vez fueron retirados a territorio indio poco más de cien años después.
La retirada implica principalmente la invisibilidad que la joven República estadounidense concedía a los indios. La guía de la Administración de Obras en Curso (WPA en inglés) del Estado de Mississippi señala que el pueblo Tunica, establecido en su día a lo largo del río Mississippi, “emigró a Louisiana [en 1817] donde celebraron matrimonios mixtos tanto con franceses como con negros”, dando a entender que, de alguna forma, habían dejado de ser nativos de EE UU. La guía de la WPA también indica que 3 000 Choctaws, a pesar del tratado de 1830, “rehusaron dejar Mississippi [para] seguir trabajando la tierra de sus ancestros”. Se cree que el número de Choctaws que permaneció allí asciende, según algunos cálculos, a 7 000, y que habrían vivido en lo más recóndito del delta del Yazoo, inaccesibles en una tierra demasiado húmeda para el cultivo. A los Creek, un pueblo compuesto por clanes desmembrados de otras tribus, se les piso rumbo al oeste desde Alabama en 1836, aunque varios cientos lograron no moverse de donde estaban.
Otro detalle algo más conocido es que las naciones de nativos del sur eran sociedades esclavistas, ya que los miembros pudientes de las llamadas cinco tribus civilizadas también adoptaron esa costumbre europea. En consecuencia, cientos de esclavos fueron transportados a Oklahoma en calidad de propiedad privada. Recordar una época en que tamaña crueldad disfrutaba de cobertura legal implica, en buena medida, criticar todo lo que vino después. Mejor, entonces, que la gente se olvidase.
Para los pueblos indígenas la pertenencia a una tribu nunca ha sido una cuestión racial. Aunque los hijos de una madre nativa pasaban automáticamente a ser miembros de la tribu, la pertenencia también podía otorgarse por adopción, una práctica que fue volviéndose más común con la disminución de las poblaciones de nativos tras haberse expuesto a las enfermedades europeas. En consecuencia, una persona podía tener aspecto de india y no pertenecer a ninguna tribu, mientras que personas que pasaban por estadounidenses corrientes sí que eran miembros de una tribu. No es posible exagerar hasta qué punto la cultura define el parentesco.
Fuera cual fuese la impresión que se llevó el folclorista Alan Lomax de McKinley Morganfield (y Lomax solía atribuir un ascendente chino a los negros del Delta), resulta más interesante que éste le dijera a Lomax que su nombre era Muddy Water (la “s” del plural la añadió cuando llegó a Chicago), un nombre que, como explicaría más adelante, le dio su abuela por lo mucho que le gustaba jugar en los charcos cuando era un crío.
Un vecino cercano de Muddy en Mississippi, y su rival profesional en Chicago, Chester Arthur Burnett, fue nombrado Wolf [Lobo] por su abuelo, un Choctaw llamado John Jones, según contó el propio Wolf, por el animal que aún campaba por el Delta cuando Chester era pequeño. (El Howlin' [aullador] lo añadió al hacerse profesional). Estos dos nombres, derivados de encuentros tempranos con la madre naturaleza y mantenidos por sus dueños a lo largo de sus vidas como indicios formativos de su poder y logros son, evidentemente, emblemas indígenas que llegarían a ser más reales que sus nombres de pila, reconocibles sólo para sus fans más devotos.
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En su introducción a la edición de 2000 de una recopilación de historias de blues de la década de 1960, Paul Oliver, decano de los historiadores del blues, admite que “el siglo XX ha llegado a su fin mientras nos volvíamos más conscientes del problema más inescrutable de la historia del blues: cómo empezó”.
Probablemente pensaba en el admirablemente polémico libro de Bruce Cook, Listen to the Blues, escrito concretamente como contestación a la teoría, propuesta por Oliver, de que el blues mantiene elementos concretos (retenciones es la palabra usada) de la música de Mali y Senegambia. “Y si bien es indiscutible que el blues es una música fundamentalmente negra”, escribe Cook, “sí cabe cuestionar el supuesto implícito de que se cortó de una sola tela (o al menos que la tela en cuestión era de un color tan negro)”. Cook hizo pasar a mejor vida cualquier mito de transmisión africana absoluta y unilateral, citando al musicólogo Richard A. Waterman:
No existen retenciones africanas como tales en el blues. No obstante, es indudable que existió una gran influencia en la forma que iba a adoptar el blues. Hasta qué punto podemos seguir especificando el alcance de dicha influencia sigue siendo una cuestión debatible.
Cook también incluye el testimonio experto de Buddy Guy, quien, tras un viaje a África, dijo que no había captado ninguna relación entre la música africana y el blues.
No me hagas mentir, porque yo no miento. No sobre lo que he oído hasta ahora. No, vamos a ver, he conocido a gente allí que me ha dicho que todo viene de allí, sabes, y yo no he encontrado nada aún... El blues es algo distinto, hombre. Es decir, no tiene sentido que te cuente un cuento, porque tú ya sabes lo que hay. El blues es, ya sabes, un sentimiento. Tienes que sentirlo para poder tocarlo.
En la memoria de sus viajes, The Roots of the Blues (1981), el músico Samuel Charters, que estudió las formas primitivas de esta música en su libro de 1959 The Country Blues (cuyo título vino a definir un género), describe un viaje a lo largo del río Gambia a Banjul (Mali), en busca de ese vínculo. Charters fue a Senegal a estudiar a los griots, cantantes de biografía e historia tribales. La idea era que estos músicos itinerantes que se acompañan a sí mismos con la kora, un instrumento de 21 cuerdas similar al arpa, podían ser ejemplos anteriores de Charlie Patton, Henry Thomas o Robert Johnson. El problema de esta teoría, para la historia del blues en todo caso, es que Charters no encontró nada en el repertorio griot, o en su papel en sus sociedades, que tuviese un paralelo en EE UU.
Las canciones de los griots eran, principalmente, largas letanías para elogiar a los jefes locales, y encargadas por éstos, en las que se ofrece información muy detallada sobre sus ancestros. El mundo privado del lamento y la resolución personales que forma el núcleo del blues —relatado en versos simples y repetitivos, ritmo regular y los tres acordes habituales— era desconocido en la tradición de África occidental.
Al final de su viajes, Charters comprendió por fin
que en el blues no he encontrado una música que fuese parte de la vieja vida y cultura africana... el blues representaba otra cosa. Era, en esencia, un nuevo tipo de canción radicada en la nueva vida del sur de EE UU.
Antes, Charters había visto en un festival algo que le resultó familiar.
En uno de los grupos pude ver a más de 70 chicos bailando alrededor de [una] figura espiritual... [que] daba tumbos, confundida, de su espigado cuerpo colgaba un vestido de piel lleno de adornos tan pesado que su peso le inmovilizaba.
Esto le recordó, dice, una mañana de Carnaval en Nueva Orleans 25 años antes, en la que había visto a “un chico mayor con una indumentaria de vivos colores... plumas teñidas de blanco colgando de sus brazos y piernas, y coronando la escena, un magnífico penacho indio, con su bandana llena de cuentas deslizándose sobre su rostro pintado”.
Para Charters, el disfraz de indio del carnaval era “una exuberante exageración del algo que podía haberse vestido en uno de los espectáculos del Salvaje Oeste de Buffalo Bill”. Pero lo cierto es que en su día los Choctaw habían participado en el carnaval católico con tanto entusiasmo como los habitantes latinoamericanos y africanos de esa remota ciudad, mucho antes de que Andrew Jackson llegase a ella, no digamos ya Bill Cody.
Los Choctaw, propietarios de esclavos y aliados de los franceses que vivían a lo largo del Mississippi mucho más al norte de la ciudad, eran mejor recibidos que los negros en estas fiestas: “En los primeros años del Mardi Gras, los negros tenían prohibido asistir a los principales desfiles, y “enmascararse a la india”, como se decía entonces, era un truco para poder participar”. Al parecer, las diferencias raciales en esta ciudad colonial eran tan ambiguas como las líneas que demarcaban las propiedades rio arriba.
Los indios de Nueva Orleans que vio Charters en esa mañana de carnaval cantaban canciones, según recordaba, “con palabras o frases incomprensibles”, tales como,
Aquí estamos, corriendo en tierra de indios,
Hey, hey, a Weh Bakaweh
[Here we’re runnin’ in the Indian land
Hey, hey to Weh Bakaweh.]
Quizás porque su travesía africana había obrado tan poco fruto, Charters llegó a una conclusión que parece estar más basada en el deseo que en la observación: “Comprendí por primera vez que las frases que me resultaban incomprensibles, como “a Weh Bakaweh...” debían de ser africanas”.
Es probable que a Charters no se le ocurriera la posibilidad de que esas palabras hubieran sido adquiridas al “correr a tierra de indios”, y que “Weh Backaways” suena más a la versión patois del arcaísmo “way back a-ways” [“muy, muy lejos”]. Por el contrario, Charters decide que Bakaweh debe de proceder “de alguno de los lenguajes de esta costa [africana, pero] nunca pude hallarlo”.
No tengo intención de ensañarme con Sam Charters, un erudito y buen autor que ha hecho más por el reconocimiento de la música idiomática de EE UU que casi nadie. No obstante, ignorar el posible origen indígena de EE UU de lo que se le presentó tan vívidamente ante sus ojos y oídos esa mañana de Mardi Gras indica algo que parece una dislocación fundamental, un sesgo cultural que no podría descartarse a base solamente de viejos discos de 78 RPM.
Ese canto de Mardi Gras encierra una exclamación tan ubicua en la canción popular de EE UU que resulta casi invisible, dos palabras que aparecen una y otra vez, desde el “Blue Yodel #10” de Jimmie Rodgers al “Cottonfield Blues” de Henry Thomas. Betty Lou DeMorrow las utiliza con gran eficacia en una cancioncilla indecente de 1933 titulada “Feels So Good”. Bobby Darin les dio un giro urbano, de Las Vegas, en “Mack the Knife”; son el estribillo del “New York Town” del cantautor de Oklahoma Woody Guthrie, y abren la segunda estrofa de la primera canción original que publicó Bob Dylan: “Hey, Hey, Woody Guthrie, I wrote you a song” [“Hey, Hey Woody Guthrie, te escribí una canción”].
En su visión del Ser Tormentoso, descrita a John Neihardt, el hechicero Sioux Ciervo Negro vio «un nubarrón negro de granizo, a lo lejos, observándonos, lleno de voces que gritaban “¡Hey-hey!” “¡Hey-hey!” Estaban celebrando que yo había cumplido mi labor. Y todo el mundo estaba contento y celebrándolo, contestando con sus voces: “hey-hey, hey-hey”».
Era una exclamación común de las gentes de las llanuras, utilizadas para llamar la atención de los espíritus, con alegría o con lamentos. Ciervo Negro también le relató a Neihardt que fueron las últimas palabras de Caballo Loco cuando un soldado del ejército le clavó su bayoneta en Fort Robertson, Nebraska, en 1877.
“Hey-hey”
Vaya, vaya.
* * *
(volver a la segunda parte)(volver a la primera parte)
Big Bill Broonzy — “Hey, Hey”
Extracto publicado y traducido de The Guitar and the New World: A Fugitive History de Joe Gioia (State University of New York Press ©2013, Universidad Estatal de Nueva York). Reservados todos los derechos.
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