Desde la reinstauración de la democracia en España, y gracias a nuestra condición de acreedores netos de la UE, parece que nuestro país ha dedicado sus dineros culturales, al menos en parte, a construir nuevos edificios con la intención de albergar todo tipo de actividades. Cuántos titulares de prensa habrá habido en los últimos treinta años cantando, como los niños de San Ildefonso, los millones dedicados a construir o habilitar tal o cual centro, casa, instituto, museo o palacio para designar cuatro paredes de carísimo diseño, ejecución y mantenimiento.
Hemos sacado mucho pecho por lo de la transición, pero a veces tiene uno la impresión de que, hoy como ayer, algunas cosas siguen saliendo adelante “a pesar de” y no “gracias a” quienes nos mandan, hoy en nombre del pueblo soberano, ayer por las bravas. Porque si bien se ha construido mucho para la cultura, a veces bueno y bonito pero nunca barato, las estadísticas y la propia experiencia parecen indicar que la educación se deteriora y, con ella, tarde o temprano, la necesidad y la exigencia de cultura por parte de la gente.
Una de las consecuencias de la proliferación de tantas instalaciones culturales –algunas fruto de planteamientos francamente absurdos– y del estancamiento de la demanda de cultura es que hay mucho espacio vacío, con las protestas por parte de algunos de lo que consideran, en parte con razón, un despilfarro. El problema de los grandiosos edificios culturales es que no es tan fácil llenarlos y que vacíos “cantan” mucho.
En resumen, parece que en muchos casos se está empezando la casa por el tejado, se está empezando por lo fácil, levantar un bonito edificio, cuando lo lógico es que primero exista una demanda real por parte del público y un grupo de gente que esté creando algo que merezca protegerse, que merezca apoyarse y promoverse.
Esto es, precisamente lo que es El Johnny. El Club de Música y Jazz San Juan Evangelista ha estado funcionando durante cuarenta años, en sus orígenes a pesar del franquismo postrero y después a pesar del desinterés de muchos políticos electos, programando música contra viento y marea, sin apenas medios, con éxitos artísticos sólo comparables con los quebraderos de cabeza y tensiones personales de quienes llevan muchos años peleando para mantener a flote una iniciativa de este calibre en las condiciones en que han tenido que hacerlo.
El Club, los que lo gestionan, los colegiales, el público fiel, tienen ya tras de sí una larga historia de esfuerzo por traer a Madrid y subir a su escenario a grandes artistas. Puede que estos artistas hayan sido minoritarios, poco “famosos”, o políticamente incómodos, pero ese es precisamente el motivo que hace importante al Johnny: porque buscando y escogiendo más allá de las exigencias del –¿libre?– mercado, nos ha hecho reflexionar o sentir en lo más hondo, contribuyendo de esta manera a que todos seamos más libres y más humanos.
Señoras y señores de las Administración pública: consideren la posibilidad de proteger una institución que lleva cuarenta años demostrando su compromiso absoluto e irrenunciable con la difusión de unas músicas que, independientemente de géneros, trascienden lo temporal, conmueven y hacen nuestras vidas más llevaderas.
Protejan al Johnny. Simplemente para que pueda seguir desarrollando su importante labor y ésta llegue a la mayor cantidad de gente posible. No sólo premiarán cuarenta años de lucha desinteresada por la cultura, sino que evitarán que se desperdicien la sabiduría y los conocimientos acumulados a lo largo de todo ese tiempo en la brecha.
Protejan al Johnny, pero no por ese pasado, que es ya imperecedero e inmutable, sino por su futuro, para que pueda apoyarse en la sólida base que constituye toda esa experiencia acumulada y sea tan bueno o aun mejor que hasta ahora.
Protejan al Johnny. Declárenlo Bien de Interés Cultural.
Hemos sacado mucho pecho por lo de la transición, pero a veces tiene uno la impresión de que, hoy como ayer, algunas cosas siguen saliendo adelante “a pesar de” y no “gracias a” quienes nos mandan, hoy en nombre del pueblo soberano, ayer por las bravas. Porque si bien se ha construido mucho para la cultura, a veces bueno y bonito pero nunca barato, las estadísticas y la propia experiencia parecen indicar que la educación se deteriora y, con ella, tarde o temprano, la necesidad y la exigencia de cultura por parte de la gente.
Una de las consecuencias de la proliferación de tantas instalaciones culturales –algunas fruto de planteamientos francamente absurdos– y del estancamiento de la demanda de cultura es que hay mucho espacio vacío, con las protestas por parte de algunos de lo que consideran, en parte con razón, un despilfarro. El problema de los grandiosos edificios culturales es que no es tan fácil llenarlos y que vacíos “cantan” mucho.
En resumen, parece que en muchos casos se está empezando la casa por el tejado, se está empezando por lo fácil, levantar un bonito edificio, cuando lo lógico es que primero exista una demanda real por parte del público y un grupo de gente que esté creando algo que merezca protegerse, que merezca apoyarse y promoverse.
Esto es, precisamente lo que es El Johnny. El Club de Música y Jazz San Juan Evangelista ha estado funcionando durante cuarenta años, en sus orígenes a pesar del franquismo postrero y después a pesar del desinterés de muchos políticos electos, programando música contra viento y marea, sin apenas medios, con éxitos artísticos sólo comparables con los quebraderos de cabeza y tensiones personales de quienes llevan muchos años peleando para mantener a flote una iniciativa de este calibre en las condiciones en que han tenido que hacerlo.
El Club, los que lo gestionan, los colegiales, el público fiel, tienen ya tras de sí una larga historia de esfuerzo por traer a Madrid y subir a su escenario a grandes artistas. Puede que estos artistas hayan sido minoritarios, poco “famosos”, o políticamente incómodos, pero ese es precisamente el motivo que hace importante al Johnny: porque buscando y escogiendo más allá de las exigencias del –¿libre?– mercado, nos ha hecho reflexionar o sentir en lo más hondo, contribuyendo de esta manera a que todos seamos más libres y más humanos.
Señoras y señores de las Administración pública: consideren la posibilidad de proteger una institución que lleva cuarenta años demostrando su compromiso absoluto e irrenunciable con la difusión de unas músicas que, independientemente de géneros, trascienden lo temporal, conmueven y hacen nuestras vidas más llevaderas.
Protejan al Johnny. Simplemente para que pueda seguir desarrollando su importante labor y ésta llegue a la mayor cantidad de gente posible. No sólo premiarán cuarenta años de lucha desinteresada por la cultura, sino que evitarán que se desperdicien la sabiduría y los conocimientos acumulados a lo largo de todo ese tiempo en la brecha.
Protejan al Johnny, pero no por ese pasado, que es ya imperecedero e inmutable, sino por su futuro, para que pueda apoyarse en la sólida base que constituye toda esa experiencia acumulada y sea tan bueno o aun mejor que hasta ahora.
Protejan al Johnny. Declárenlo Bien de Interés Cultural.